Bitácora 8: Por la ruta de las Kasbas, los lagos azules y la luna llena

Al zarpar de Khouribga parecía como si las fragancias a almizcle y especias que mecen la Kutubía ya nos envolviesen. Sugestión de ensueño, promesas de retos conseguidos, se difuminan como el humo de una pipa en el techo de una laiterie, al sumergirnos de pleno en el Marruecos más inhóspito. Sus venas y arterias las forman carreteras secundarias flanqueadas por viviendas de estética wild west. Coches son caravanas, ciclistas, jinetes. Sergio Leone grita: ¡corten! Y le hacemos caso.

La primera tregua a los gemelos de nuestra lengua color verde manzana acaece en un mar de tierra agrietada, cactus y espinos. Espejismo del África negra, también valdría para Uganda o Congo. Dos olivos comidos por la distancia en diálogo mudo ahuyentan la soledad del paisaje, que palidece a la sombra del Alto Atlas. Nuestra mente empieza a volar, y soñamos con la inmensa columna vertebral del titán griego, que dormita bajo la tierra en amenaza de interrumpir su milenario descanso.

Los mercados comienzan a despertarse al día, parsimoniosamente, sin estridencias, siguiendo la premisa de este pueblo ancestral y sabio: “Prisa mata, amiga”.

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Tras el avituallamiento de mediodía, hay una línea claramente marcada entre el horizonte verde oscuro y la aridez que nos escolta, rota sólo por el multicolor de las mujeres y los niños, de las motocicletas multiplazas y las fachadas amarillas, azules o rosas de cuyos balcones cuelgan ya las mantas y alfombras bereberes que arroparon los sueños y el frío de la última noche sobre el Medio Atlas.

A uno y otro lado van quedando las aldeas, pequeños oasis rojizos como la tierra que nos envuelve, ajenos al humo y la polución. Perfecta comunión hombre-tierra, ambos recostados sobre un fondo con flora de mil verdes dispares que se funde y confunde con el de nuestra caravana.

Manojos gigantescos de coníferas y matorral abriéndose paso entre las rocas. Carretera sinuosa, escarpada y mínima, serpenteante sobre los barrancos. Tal vez el puerto más duro para nuestros marinos en busca de El Dorado o de cielo limpio. Hoy, entre todos ellos, reina la sonrisa fascinante de nuestra Mónica, la que no rompe ningún imprevisto, ni siquiera la parada forzosa que provoca una grúa en pleno ascenso. En torno ella, se despliega uno de los enigmas marroquíes más difíciles de dilucidar: la presencia repentina de una multitud, como salida de la nada, ahora observando el rescate del un vehículo accidentado. Nos sentamos a mirar como ellos, aprendiendo de su concepto de tiempo y espacio. Todo se impregna de paz. Retomamos el camino, con nuestras chicas y chicos de prensa a popa. Antonio, Adela y Vanesa ponen a prueba -hoy más que nunca- el difícil equilibrio entre conexiones, teclados, prisas de cierre de edición y redacción. Omar, al timón, por la ruta de las kasbas, nos hace sentir sobre un mar en calma, ajenos a los más de dos mil metros del monte Tassemit que ya sugieren los impresionantes desfiladeros.

Un olor a plantas aromáticas invade el aire de Bin el Ouidane, más allá de la presa que antecede a su lago azul. Todo es silencio, trinar de pájaros y risas de niños jugando libres. Azules de agua y cielo, rojo de buganvillas y rosas,  muros rojizos de la kasba y plata de  luna llena.

Si existe el paraíso, ésta debe ser su antesala o su copia oculta.

Matilde Cabello y Antonio Míguez.  

Bitácoras

Jorge Arranz.

Ilustrador.

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