Bitácora 5: Saludos y sonrisas niñas a una nave verde esperanza

Larache la marinera se despereza. Desde el Hotel España, la bandera roja de verde estrella anuncia un viento suave de poniente sobre un fondo de palmeras que parecen jugar al corro ante la puerta de su zoco íntimo. Hoy, más de un navegante renuncia al desayuno reposado para adentrarse en el mercado y dejarse sorprender por sus azules y por el ir y venir de los vendedores.

La mar casi puede tocarse entre una cal mustia de óxido y el pedregal marino. La ciudad toda se ha vestido con su añil más cegador, para despedir a nuestros pilotos. Una brisa salina se confunde con aromas a café y jeringos, reminiscencias del protectorado, latente en la palabra, el urbanismo y la sincronía humana.

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Para Jon, nuestro guía-ángel sanador, es día de repartir calmantes y espray. La dureza de la singladura anterior ha hecho sus pequeños estragos y restan 142 kilómetros de navegación hasta arribar Sidi Slimane. Pero en la plaza de España reina la alegría, la resolución y las sonrisas de nuestros ciclistas, como cada mañana.

A la salida, grupos de niños, camino del colegio, nos ofrecen los primeros saludos bulliciosos del día, que no cesarán en toda la jornada. En los cementerios poblados y en las chilabas blancas, se adivina el viernes sagrado de los musulmanes. Pronto, el paisaje tornará distinto a todo lo conocido: hombres con atuendos marrones sobre borricos diminutos, muchachos quietos contemplando el infinito, mujeres recolectando en el pequeño huerto la comida del día, alguna fuente enjalbegada con un número de teléfono poniendo a venta un pavo real. Armoniosa sintonía entre el ser y su espacio natural.

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Tierra libre, sin vallados, adentrándose en las vegas de Alcazalquivir, en el fértil valle de Lukus, que tanto halagara Alí Bey, el viajero romántico: “Luego que dejé lo alto, encontré muy adelantada la vegetación, la yerba de los prados muy crecida y abundancia de magníficas flores, cuyo conjunto presenta el más hermoso golpe de vista que los más soberbios arriates de los jardines de Europa….un terreno que me brindaba millones de plantas…”

En la frontera del vergel, hacemos un alto en el camino para reponer fuerzas y recrear los sentidos y las pupilas, con una comida de sabores y colores brillando al sol. A nuestro lado, picotean las gallinas y transitan, de cuando en cuando, camioncillos de tonos estridentes, como carruseles de feria con cenefas amarillas, rojas y verdes.

A cabotaje y entre dos orillas, la una nos ofrece tierras pardas, eucaliptos ya viejos y árboles adolescentes; la otra, plantaciones incipientes de naranjos y granadas, entre abetos y palmeras datileras. Tierra de regadío que nace a nuevos frutos y a la experimentación de sabores a estrenos, como el del aguacate.

Cuando nuestra caravana verde llega a su destino, la luna asoma por entre los altos edificios y las mezquitas llaman a la última oración del día. Y atrás quedaron decenas de Plateros que dejara sin cantar Juan Ramón Jiménez, en reposo a la calidez de mediodía, cuando el matiz sierra morena sucumbió al verde entusiasmado de los vergeles en Sidi Slimane. Entonces languidecemos. Los culpables, el cansancio amasado y el efecto sedante de la fragancia que nos tributan los cidros.

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El último recuerdo de la etapa mereció la pena. Jorge Arranz, desde la terraza del hotel Aymen, rapta el paisaje en papel canson, advirtiendo tres franjas de colores a distintas alturas; en primer lugar, el ocre de las viviendas bajas, casi aferradas al suelo; segundo, el aceitunado de los palmerales que las superaban; y tercero, el albo de los minaretes que dialogan con el cielo, recordando que mañana conquistaremos la segunda torre.

Disfrutar Sidi Slimane, un don del agua, a través de los ojos de un artista. Qué privilegio.

Matilde Cabello y Antonio Míguez.       

Bitácoras

Jorge Arranz.

Ilustrador.

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