Bitácora 6: Torre Hasán, navegando a remo si hay que reducir paño

Tras el recogimiento de la última oración del viernes, los tonos intensos de la voz del almuédano dieron paso a un sonido de fiesta que se introducía hasta los últimos rincones del hotel Aymén. Era la misma música de kont-fi-sirtak que nos acompaña durante todas las travesías por el norte de África, en perfecta sintonía con el pedalear de nuestros, ya cansados, ciclistas.

Ponemos rumbo al sur con vientos de interior en los campos que llevan a Kenitra. Allí, vuelven los verdes multicolores con fondo de caliza y tierra peinada de surcos que acoge el primer alto del camino. Sobran las sudaderas verdes manzana y las ganas de arribar a orillas de Rabat.

Una jornada más, la mar nos será propicia, cuando oteemos sus costas.

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A ambos lados del camino, aparecen de cuando en cuando bosques de eucaliptos y de sat sat, los montones de granadas, aguacates, dátiles o fresas; los ropajes de colores, los primeros puestos de barro, preámbulo ya de las fábricas de Salé (La Cartuja de Marruecos) y los delicados expositores de Fez.

Rumian los pequeños borriquillos, las humildes mulas retozan y se muestra soberbiamente estilizado algún caballo de estampa árabe. Carromatos cargados de tubérculos frescos y corderos descabezados colgados en las carnicerías. Todo es brillante y fresco, como el momento en que zarpamos, antes de que el calor se vertiera sobre una mañana de noviembre que juega a ser julio. En Sidi Taibi hay bosques de encinas y alcornoques y el oasis de una jaima donde reponer fuerzas hasta Rabat.

Las murallas de Salé la Blanca, se derraman hasta el rio Abu Raqraq “el centelleante” que la separa de Rabat, donde reina el verde vidriado coronando el ocre de las murallas, de la torre y la alcazaba de los Udaya.

Cruzamos el último puente que despide la medina de adobe del pequeño pueblo, antesala de la capital administrativa de Marruecos, con la cúspide del mausoleo y la torre Hasán alzándose sobre todos los edificios visibles. En aquella explanada cuatrocientas piernas de piedra se yerguen en rededor de la torre a medias, con el Atlántico y el cielo fusionándose en la trastienda como uno solo. Acudió a redondear la estampa el salat, o llamamiento a la oración, tan lastimero como enjuiciador, aunque al tiempo, de un misticismo insólito y hechicero.

A la salida, un marco de todas las aguas posibles envuelve a las dos ciudades, entre el meandro del río que en el XIX surcaban las barcazas y el océano inmensamente azul en este lado de África.

Matilde Cabello y Antonio Míguez.       

Bitácoras

Jorge Arranz.

Ilustrador.

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