Fin del camino. Alcanzamos la Kutubía y a la plaza de todas las palabras

Oteamos el último puerto desde el mar de olivos que circunda Tamelelt. A babor se dibujan los picos nevados del Alto Atlas bajo un cielo despejado que va templándonos tras una noche desértica, al calor de la lana tejida de la jaima, en donde anoche nos honraron con músicos bereberes y la pastela de grandes celebraciones y enlaces.

Noche de nómadas, camino de La Ciudad Roja, de la Sevilla marroquí que se antoja ahora cercana y lejana a la vez. La hoguera en el campamento para contar a su amparo los sentires y lecciones de vida que nos ha deparado la senda de las tres torres.

Redescubrimos nuestra condición de viajeros y caminantes, de eternos alumnos de mente abierta a otras formas de ser y estar. Así se respira esta mañana de miércoles, tras diez días de navegación, en el especial entusiasmo de quienes se calzan su esperanza verde manzana sobre la bicicleta.

Por delante, los sesenta kilómetros que nos acercarán Marrakech laten en el desayuno, con cierto alivio, a pesar del cansancio que se acumula bajo la sonrisa y la piel dorada por el sol y el viento.

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Vamos dejando a estribor campos de olivos, una tierra cada vez más roja, los primeros y sorprendentes cubiles por donde la gente transita, adornada de rojos y azules, a esa hora en que los niños marchan a la escuela y las mujeres sacan a sus terrazas, tan fenicias, tan ancestrales, tan auténticas como todo lo que nos llevamos ya para siempre pegado como el “pericardio al corazón” que cantó Ibn Zaydun.

En el primer avituallamiento, en Rhamna, nos sentimos observados desde las minúsculas ventanas abiertas al adobe más puro del Alto Atlas, esta tierra de contrastes, en donde el barro se adorna con ropajes de colores estridentes, tendederos al aire de noviembre y hombres azules, ascendiendo por la nada de la tierra volcánica que anuncia los orígenes ancestrales del Atlas.

Accedemos a nuestra tercera torre almohade, a través de El Palmeral y los muros que cintillan olivos, jazmines, buganvillas, rosas, naranjos, aldelfas. Ya se adivina en los humildes alminares que jalonan nuestro camino, el más grande de los almohades.

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Casi podemos besar la magia de Jamaa el-Fna. Su plaza única de nombres diversos, tiene hoy la acepción de uno de sus adoradores más fervientes: La plaza de las palabras que recreó tantas veces Juan Goytisolo. Hoy, ese concepto sobrevuela el cielo de Marrakech, el verde de nuestra caravana, la épica de quienes lo componen.

Abrazos y vítores, emociones y miradas de los que ya nunca más serán ajenos, porque han navegado juntos, y no siempre viento en popa, en pos de una empresa común que arriba al mejor de los puertos con viento favorable a esta actitud que nos permite arribar a buen puerto.

Decenas de banderas de colores y pieles distintas nos reciben a la sombra de la gran plaza en una ciudad que en estos días extiende condición de espacio de concordia por los cinco continentes.

Matilde Cabello y Antonio Míguez.

Bitácoras

Jorge Arranz.

Ilustrador.

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