Bitácora 3: Un paraíso de viento de poniente y alminares

Vejer de la Frontera es una etapa más, el último puerto de interior andaluz al que arribamos antes de cruzar el puente de agua que une el sur de Europa con el norte de África. A la salida del pueblo todavía con la imagen imborrable de los edificios recortados en distintas alturas y los esteros brillando bajo un sol todavía tímido, los ciclistas se detienen para contemplarlo a lo lejos apenas finalizada la curva por la que desciende el camino hacia la mar. La travesía sabe a brisa marina de abrazo entre continentes, entre el Mediterráneo y el océano.

Se van dibujando al fondo los verdes como una reminiscencia rendida al paisaje frondoso de Grazalema todavía en la retina. Llegando al rio, jara, sobre las pilastras sin vanos, ruinosas, reposan las cigüeñas; aves siempre fieles a las leyendas de grata noticia que atesora Andalucía.

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Al fondo las arenas de seda que bañan los oleajes de Tarifa. Arenas acariciadoras del estrecho forman un arcoíris de tonos verde manzana en hilera; el arcén es de un verde intenso, luego viene la tierra parda, la canela brillante y el marino sobre el que navegaremos. Ya se adivina África y sus perfiles.

El viento mueve palmeras enanas y quejigos, acariciando el bosque que se prolongará hasta las fronteras del Rif. En el mirador del Estrecho se mezclan la luz natural del cielo y el agua con las sonrisas alentadoras de nuestros deportistas, extasiados ante la visión infinita que encaran con la misma ilusión con que se abrazaron fraternalmente bajo la Giralda hace solo dos jornadas, como si sobre la calma de Heracles se hubiera desplegado un puente imaginario, la figura oscura del toro que jalona los caminos de la península se funde con el sueño de alcanzar las columnas del héroe griego.

Así llegamos hasta el interior del buque que nos llevará al otro lado del Peñón o Kalpe, la columna andaluza que enlaza con la de Musa al otro lado del Estrecho.

Antes de zarpar hay instantes de risas en la espera y halagos de quienes no van a pedal. Algunos no resisten la tentación de probar las bicicletas allí, en el mismo puerto.

Abordamos por fin la nave con un viento de poniente amigo. Dentro la mezcolanza de los rostros y los atuendos anuncia la hermandad. Ojos y pieles de diferentes tonos; atuendos dispares, lenguas diversas y absoluta unanimidad en las miradas, la de Carlos, Jorge, Mónica o Guillermo destilan el cansancio acumulado.

Todos a una. Tetuán, la “paloma blanca” aguarda con sus olores, con sus mezquitas y sus gentes tan del sur, tan únicas.

Matilde Cabello y Antonio Míguez

Ilustraciones: Jorge Arranz

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